Por Marcelo di Marco (*)
—Muchos años atrás —dijo Tío Marce—, nos hicimos amigos con el escritor Marcelo Zamboni, quien además de poeta, cuentista y finalista de los premios Planeta y Clarín en novela, es médico cirujano.
—Bien por aclararlo, Tío.
—¿Por qué lo decís?
—Porque hace un tiempo leí un par de notas en las que se estudiaba la relación entre la medicina y la literatura. Parece que son unos cuantos los escritores que además son médicos.
—No sólo lo parece, Pukkitas, sino que es una realidad grande como un hospital. Los escritores médicos son legión, y los primeros que se me vienen a la cabeza son Anton Chejov y Robin Cook. El ruso nunca aceptó cobrar un peso por sus servicios, a pesar de la gran demanda, y el yanqui se hizo millonario escribiendo casi cuarenta thrillers médicos. Y no olvido a A. J. Cronin, aquel poco recordado autor de “Las aventuras de un maletín negro” y “La ciudadela”, que en sus buenos tiempos fue uno de los escritores más exitosos.
—Por no mencionar a otro médico-escritor bestseller, Tío Marce: Conan Doyle, el de Sherlock Holmes.
—Elemental, mi querido Pukkas. Y aunque la fascinante relación entre medicina y literatura no es el tema central de esta columna, pensemos también en San Lucas Evangelista, el “médico de cuerpos y almas”, de quien se cree que fue el autor de Hechos de los Apóstoles, que hoy podríamos considerar como una excelente novela de aventuras de no ficción. Y no quiero dejar de mencionar a Leonardo Petersen, un escritorazo del Taller de Corte y Corrección a quien le dediqué mi novela “La Muerte por Mil Cortes”, todavía inédita.
—Me acuerdo, máster. ¿Cómo dice la dedicatoria?
—“Para Leonardo Petersen, hermanados en la literatura y en Nuestra Señora de la Salud”. Se la merece ampliamente, porque su asistencia fue providencial para Nomi y para mí durante la más reciente y demasiado famosa “plandemia”.
—Y sé que entre las víctimas del taller presencial de narrativa que usted está dando en La Anita figura Mariano Grilli, también médico.
—Así es, Pukkas, y Mariano es además un lector empedernido y un voraz cinéfilo. Pero dejame contarte lo que me reveló una noche mi amigo Zamboni. Entre otras enseñanzas, el caso es un muy buen ejemplo de aprovechamiento del tiempo. Y de la tecnología de hace más de treinta años.
—Venga, máster, que seguramente nos servirá a mí y a nuestros lectores.
—Resulta que por aquel entonces Marcelo trabajaba en un hospital que quedaba muy lejos de donde él vivía, y obviamente tardaba mucho en volver a su casa. Pensando en cómo sacarle jugo al tiempo se le ocurrió la idea de comprarse un grabador de periodista.
—¿Y eso qué es, máster?
—¡Lo que te sugiere el nombre, pedazo de mangurrián! Cuando Dante Galdona vino a La Anita para hacerme la entrevista que se publicó en este mismo diario al poco tiempo de haberme radicado en Mar del Plata, me llamó la atención que sólo traía con él una simple libreta. “La prefiero al grabador”, me dijo, cuando le manifesté mi asombro. “Charlamos, y voy tomando apuntes”.
—Sobre gustos no hay nada escrito.
—Error, Pukkas: sobre gustos hay mucho escrito. Y no sólo en cuestiones gastronómicas. Leete “Apocalípticos e integrados”, de Umberto Eco, y después me contás.
»Como te iba diciendo, un grabador de periodista se activa con la voz. En aquella época eran a caset, pero los que se venden hoy son digitales, y pueden almacenar horas y horas de lo que uno le vaya metiendo adentro.
—Eso iba a preguntarle, máster: ¿el amigo Zamboni era periodista, además de médico-escritor?
—Es que él no usaba el grabador para entrevistar a nadie en el viaje de vuelta a su casa, Pukkitas, sino para grabar su propia voz. Lo ponía sobre el tablero del auto, y sin dejar de manejar iba inventando en voz alta una historia. En los silencios, el grabador se detenía; pero, cuando Marcelo le agregaba elementos narrativos al argumento que iba creando, la grabación se reiniciaba automáticamente.
—Buen modo de ahorrar batería.
—Por aquellas décadas los grabadores eran a pila, Pukkas. Pero concentrate en lo verdaderamente importante. Cuando Zamboni llegaba a su casa, ya tenía bajo el brazo un nuevo argumento, gracias a los tramos de grabación que había ido disparando en el cubículo de su automóvil, como quien habla solo. Supongo que a veces habrá obtenido sólo un comienzo, y otras veces se habrá encontrado con la historia terminada de principio a fin. Lo cierto es que ya disponía de algo bastante parecido a un borrador.
—Y supongo que después se sentaba ante la máquina, a desgrabar ese cuento.
—Exacto, Pukkas, pero debo hacerte un par de precisiones. Aunque no lo creas, la palabra “desgrabar” no figura en el Diccionario.
—¿Y cuál figura? ¿“Degrabar”?
—Ninguna de las dos. Y no te gastes en buscar “desgrabación” ni “degrabación”, porque tampoco están.
—¡¿Pero las dice todo el mundo, máster, qué tienen de malo?! ¿Porque no figuren en el Diccionario no se pueden usar?
—En absoluto, Pukkas, bajá la espuma. Si fuera por eso, los hablantes no podríamos comunicarnos con nadie, siempre supeditados a la tiranía de una especie de Brigada Antidisturbios Lexicales dispuesta a partirnos el coco a garrotazos al usar cada palabra que no haya sido registrada todavía en el DLE (Diccionario de la lengua española), que así se lo llama ahora al DRAE (Diccionario de la Real Academia Española). Es imposible que nos pongamos a contar todas las palabras que usamos a diario, incluyendo regionalismos, neologismos y modismos; pero, según la inteligencia artificial, el total real de palabras del idioma español podría ser hasta un 30 % mayor que el número de entradas del Diccionario.
—¡Maestro, acaba de confesar que usted usa la IA!
—¡La uso cuando no está reñida con la ética, cenutrio deslenguado, que de eso ya hablamos bastante!
—Bueno, Tío, no se me ponga así. De vez en cuando me gusta retarlo, como usted acaba de hacer conmigo.
—Yo no te reté, Pukkas. Simplemente te propuse dos precisiones. La primera es la de recién, lo del uso del verbo “desgrabar”. Vos podrías haber usado “transcribir”, que es un verbo superpreciso, aplicable a la actividad que, efectivamente, practicaba Marcelo Zamboni con su material grabado. Pero también podés usar tranquilamente “desgrabar”. No es ningún pecado usar palabras no “oficiales”, siempre y cuando esas palabras nuevas sigan las reglas de formación de los términos de nuestra bella, dúctil e inclusiva lengua española. Dicho de paso, a mí me resulta rarísimo que en el Diccionario puedan encontrarse palabras como ”sororal” o “musealizar”, por poner un par de ejemplos, antes que “desgrabación” o “desgrabar”, que se usan muchísimo más que aquellas dos.
—Perfecto, máster, primera precisión aceptada. ¿Y cuál vendría a ser la segunda?
—Esa es la más importante, Pukkas. ¿Recordás cuando dijiste que Zamboni después se sentaba “a desgrabar ese cuento”?
—Obvio, son palabras mías.
—Bueno, pues lo más adecuado hubiese sido decir que él se sentaba a desgrabar (o transcribir) “ese argumento” en lugar de “ese cuento”.
—Tiene razón, máster, si pensamos en lo que me decía en el capítulo anterior acerca de la diferencia entre redactar y escribir. Y entiendo a dónde quiere llegar: cuando Marcelo Zamboni transcribía en la compu el audio, tipeando en el teclado, no estaba, lo que se dice, escribiendo un cuento.
—Tal cual, Pukkas. Primero ponemos por escrito la historia en sí, el argumento que queremos contar. El embrión del cuento, digamos. ¿Ves que no hay diferencia alguna entre contar oralmente ante un grabador, y redactar por escrito nuestro boceto?
—Pienso que la diferencia está en los distintos soportes, pero en esencia la actividad es la misma: sacar afuera el material, como fuese, para después escribirlo.
—Claro. La excelente idea de Marcelo Zamboni cubre la primera etapa, la de la obtención de la historia en bruto. Y después viene el trabajo de revestir de literatura ese argumento, de volverlo un relato apasionante que no suelte al lector hasta el punto final. Y ni aun así, porque hay cuentos tan memorables que permanecen en nuestras almas durante toda la vida.
—¿Podemos seguir mostrándoles a nuestros lectores cómo se consigue semejante transformación?
—Con todo gusto, Pukkas. Sigamos sacándoles el jugo a las palabras y a las zonas naranjas.
—Gracias, máster.
—Para eso estoy, mi querido. Pero hacés muy bien en agradecer, porque la gratitud refleja madurez psicológica, condición necesaria para vivir con mayor satisfacción y equilibrio y no andar escribiendo pelotudeces.
(*) Los capítulos anteriores de Con tener talento no te alcanza pueden leerse haciendo clic acá.
