Por Analía Pinto (*)
Dijo alguna vez el poeta santafesino Hugo Gola: “Con frecuencia muchos lectores consideran al espacio de la poesía como un coto cerrado de difícil acceso. Otros optan por devaluarla, alojándola en el depósito de los trastos inútiles, porque se desentiende, dicen, de los arduos problemas del hombre contemporáneo”. Esta sección, asentada sobre hombros de gigantes en esta actual época de tantas pequeñeces, pretende modestamente desbaratar esos prejuicios señalados por Gola.
Acaso porque la poesía es la más subversiva de todas las artes, se la mira con recelo y se la envía sin más trámite a algún perdido cenáculo de intelectuales capaces de “comprenderla” (sin embargo, ya dijo Baldomero Fernández Moreno que “ante la poesía, tanto da temblar como comprender”). Mi experiencia coordinando el Taller de Poesía en el marco del Taller de Corte y Corrección, así como otros talleres en diversos ámbitos, me demuestra que, lejos de ser un arte solo para “entendidos” (y lejos también de no ocuparse de los “arduos problemas del hombre contemporáneo”), la poesía es una necesidad tan vital como el agua, el aire y el pan (como también lo afirmó en su día José Martí).
Así las cosas, y si bien esta sección no pretende seguir ningún ordenamiento cronológico severo, sí entiendo que es preciso poner la mira en los comienzos, en los vastos hombros de quienes nos asentamos con tanto gusto. O, por lo menos, en uno de los comienzos posibles para el tan “incomprendido”, vapuleado, denostado (y en la actualidad bastardeado) arte de la poesía. Por eso los invito a sumergirse en el lejano mundo de la Antigua Grecia, donde hubo un hombre que les cantó a los héroes vencedores, tanto de las guerras terribles como de los no menos cruentos juegos deportivos. Sí, esos mismos juegos olímpicos que, cada cuatro años, continúan celebrándose en la actualidad.
Allá por el siglo V a. C., Píndaro, nuestro hombre, quien había nacido en Beocia pero se había formado en la inquieta Atenas, y había compuesto su primera oda a los veinte años, era contratado (sí, leyeron bien, contratado) por gobernantes y otros poderosos para que cantara la gloria inmarcesible de los vencedores. Y lo del canto es literal: estas composiciones que han llegado hasta nosotros (fragmentadas en muchos casos) entonces se cantaban y danzaban en celebraciones llenas de fasto, a las que incluso eran invitados aquellos que habían sido enemigos o contrincantes del celebrado. Lamentablemente, se han perdido aquellas músicas y aquellas danzas, pero podemos celebrar que al menos hayan llegado hasta nosotros una parte de los textos de Píndaro y otros poetas griegos.
Como toda poesía antigua, su faceta celebratoria y encomiástica es ineludible. Hoy día puede asombrarnos esa constante apelación a las musas y a otras divinidades mayores y menores del panteón griego; hasta puede resultarnos exagerado, extraño, inverosímil. Pero si por un instante logramos viajar hasta aquella época e imbuirnos de la ‘forma mentis’ griega, comprenderemos que todo ello era lo que se esperaba en una celebración semejante. Tanto las batallas como los enfrentamientos deportivos podían ser aludidos con una misma palabra griega, el agón (de donde viene nuestra “agonía”, en el sentido de “lucha” o “contienda”, que ellos entendían en verdad como “competición”). Dada la importancia de estos sucesos para la “polis” es que éstos podían (y debían) ser cantados por los poetas. Y ser cantados a todo lujo, a todo derroche, sin escatimar absolutamente nada. Estos cantos, además, eran el modo de no solo inmortalizar a los vencedores, sino de dar a conocer sus victorias en geografías distantes. De ahí que tuvieran una estructura métrica y rítmica que posibilitara, como lo hace una canción hoy día, recordarlos sin ninguna dificultad.
Seguramente, alguna vez oyeron la palabra “oda” y, seguramente, la han vinculado a la poesía (quizás tuvieron oportunidad de leer alguna de las preciosas “Odas elementales” de Pablo Neruda), también a la música (como la “Oda a la alegría” de Beethoven), pero en general se la vincula siempre a algo elevado, pomposo, fuera de lo ordinario. Fue Píndaro el mayor cultor (más bien el padre) de la oda en la Antigüedad clásica, y su influencia llega hasta hoy, aunque ya no nos acompañemos de la lira ni cantemos las glorias de los héroes (lo mal que hacemos).
Con ustedes, Píndaro:
A Asópico Orcomenio, vencedor en el estadio
¡Oh reinas del Cefiso, guardadoras
del orcomenio suelo,
que habitáis las riberas productoras
de los corceles de fogoso vuelo!
Propicias escuchad, Gracias divinas,
los ecos de mi canto,
las que amparáis a los antiguos Mynas,
vírgenes puras de inmortal encanto.
De vosotras proceden soberanos
el bien y la belleza:
por vosotras se engendra en los humanos
la gloria y el saber y la grandeza.
No sin las Gracias los festivos coros
rigen los inmortales,
ni sangre danza y cánticos sonoros
alegran las mansiones celestiales.
Las mesas del Olimpo refulgente
regís vosotras sólo,
y honor prestáis al Padre omnipotente,
cabe el asiento del crinado Apolo.
¡Oh tú, Eufrosina, del cantar amante,
y tú, Aglaya piadosa,
hijas del Dios del trueno resonante,
oh Talía de voz armoniosa,
mi canto oíd desde el etéreo cielo!
Allá su curso acabe,
que en pos del triunfador alza su vuelo,
en lidio tono y número suave.
De Asópico celebra la victoria
en Olimpia lograda:
vosotras concedisteis tanta gloria
al pueblo mynio, a la ciudad sagrada.
Tú de Dite traspasa el negro muro,
oh Fama voladora,
y esta nueva conduce al reino oscuro,
a Cleodamo, que en sus antros mora;
y le dirás: “Las ramas han ceñido
del olivo, el dorado
cabello de tu hijo esclarecido,
de Pisa en el estadio coronado”.
(Poema incluido en “Los poetas griegos. Antología” de Agustín Aguilar y Tejera. Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, s. f., versión de Marcelino Menéndez y Pelayo).
Asópico de Orcomenio (u Orcomeno) fue un joven atleta, más específicamente un corredor, que resultó vencedor en una carrera en los primeros juegos olímpicos, celebrados en el 476 a. C. Este poema, también conocido como Olímpica XIV, según se sabe, fue cantado en el templo de las Cárites (en esta versión de don Marcelino las llama “Gracias”, como también se las conoce) en la ciudad natal de Asópico. Esta ciudad, también denominada Minia (de ahí que mencione a “los antiguos Mynas”), estaba atravesada por un río, el Cefiso (Cefiso, en la mitología griega, además, era el padre de Narciso, quien se ahogó en su propio reflejo ante su inocultable belleza). Ya vemos cómo, con un poquito de contexto (que no debemos olvidar que siempre manda), la aparente oscuridad del poema se disipa bien pronto.
De acuerdo con el tono encomiástico de estos poemas, prácticamente la mitad de las estrofas están dedicadas a ganar el favor de las divinidades, en este caso de las gracias y las musas, de las cuales el poeta menciona una (Talía).
Esto no es ocioso, en tanto son estas mismas divinidades las que deberán llevar la buena nueva de la victoria de Asópico hasta nada menos que la “morada del eterno horror” (“reino oscuro” en esta versión), donde se encuentra Cleodamo, su padre ya fallecido.
Podemos ver así, y maravillarnos tantas veces como haga falta, el poder descomunal que tiene la palabra (la palabra lírica o poética, podríamos decir, no cualquier palabra). Su poder es tal que puede atravesar hasta el mismísimo infierno para que quienes ya no están con nosotros sepan de nuestras victorias.
Ese sacrosanto y todopoderoso imperio de la Palabra hace que aquel joven Asópico siga siendo el vencedor en aquellos juegos olímpicos, y que nosotros podamos verlo entrar triunfante a su ciudad natal tantos siglos después.
Es por esto que sin poesía no hay paraíso.
Para seguir curioseando
Los lectores interesados en examinar la poesía de Píndaro pueden encontrar los siguientes textos en línea:
- “Odas: Olímpicas, Píticas, Nemeas, Ístmicas” de Píndaro;
- “A Asópico de Orcomeno, niño, corredor en el estadio” (versión de Ignacio Montes de Oca y Obregón) de Píndaro;
- “A los Juegos Olímpicos con Píndaro” de Ulises Andrados;
- “Píndaro en la literatura castellana” de Arturo Marasso;
- “Los juegos y su poeta: Píndaro”, conferencia en audio de Francisco Rodríguez Adrados;
- “Píndaro, poeta de luces y sombras” de María Inés Saravia de Grossi.
(*) Analía Pinto (1974) es poeta y editora. Estudió Letras en la Universidad Nacional de La Plata y trabaja en su repositorio institucional. Ha publicado tres libros de poesía y uno de reseñas bibliográficas. Integra el equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección, dirigido por Marcelo di Marco, donde coordina el taller de poesía, y es secretaria de Redacción del periódico cultural Fin.
